Jue. Abr 25th, 2024

Lionel Messi, ahora sí es leyenda por los siglos de los siglos

A Messi le brillaban los ojos y no era un brillo con llanto. Si acaso lloraba, era por dentro: lágrimas en el alma. Pero por fuera, su cara era solo felicidad, un rostro iluminado por el resplandor de la Copa de oro que tenía en frente y que tanto miraba, como quien aún no se la cree, como quien aún duerme un sueño. La acarició con delicadeza, con la palma de la mano, provocándola a ver qué pasaba, y al verla tan cerca y tan suya, se animó y le dio un beso suave y corto, y la volvió a mirar, como quien se pregunta: “¿y después de esto, quién seré yo mañana?”.

Messi esperó mucho por esto, y trabajó mucho para esto, para dejar de ser un casi, para no estar a la sombra de nadie. El Mundial de Catar era su última oportunidad de gloria suprema. Messi sin ganar el Mundial era como un Messi a medias, inconcluso. Ahora sí es un MESSI total, un MESSI completo y campeón.

La Copa de Messi

Y miraba la Copa, y la besaba suavecito, y se reía, la risa de la conquista. Luego le pusieron una capa muy catarí, la misma que llevaba el Emir, y con ese traje árabe, Messi recibió la preciada Copa, la apretó contra su pecho, como quien recibe un juguete prometido, luego fue hacia sus compañeros, que esperaban expectantes a que él la levantara, como un ritual mil veces soñado, y la exhibiera al cielo para que alguien allí arriba fuera testigo, y así quedó inmortalizado. Argentina, tierra de íconos estampados en banderas y camisetas, tiene ahora y para la eternidad esta cara tan conocida para expandir sus mitos. Messi abandonó su realidad de estrella de la cancha para hacerse mitología de los mundiales.

Llevaba toda la vida esperando ese momento. Tuvieron que pasar cinco mundiales. La gloria se hizo esperar y quizá así se goza más. La Copa, caprichosa como siempre, le era esquiva. Hace ocho años Messi la miró, pero de lejos, o de reojo, y se quedó con las ganas del beso prometido. A Catar llegó para cumplir el designio de los dioses.

El tropiezo inicial contra Arabia Saudita solo fue una prueba, o una señal de que esto iba a ser duro, como lo fue la final contra Francia: la final de las más intensas emociones.

Parecía que todo el mundo, menos Francia, quería verlo con la Copa en las manos. Un aura especial rodeó a la selección argentina para eso. Si Messi tocaba la pelota, millones la tocaban con él; si Messi tiraba un pase, una multitud lo tiraba con él; si Messi iba a cobrar un penalti, una humanidad rezaba con él. Todos eran Messi. Y cuando Messi miró la Copa, todos las miraban como él.

Su momento de heroísmo en la final empezó cuando ejecutó el primer gol de penalti, el 1-0. Otra postal: tomó distancia, cerró los ojos un segundo, por su mente debieron pasar miles de momentos fugaces, luego miró la pelota, seguro que dialogó con ella, algo le dijo, no sabremos qué, pero algo; luego se tocó la cabeza, desahogo la presión con un escupitajo, se acomodó su brazalete de capitán y trotó hacia el balón, hizo una pausa letal, la pausa que antecede los festejos, y cobró con la serenidad de los expertos, y claro, fue gol. La celebración fue una montaña, un obelisco, todos sobre Messi. Luego vinieron los besos, los abrazos, el entusiasmo.

Y la Copa, a un ladito, se reía del destino, porque nadie más sabía lo que vendría, el drama que vendría. El segundo gol fue un trámite: Messi inició la jugada con una diablura celestial. Fue un guiño a la Copa. “Ya eres mía”, parecía decirle Messi a lo lejos. “Ya voy por ti”. Y no. Luego pasó lo que pasó, lo que hizo de esta final la mejor final: que Mbappé quiso estropear la fiesta argentina, que hizo dos goles de la nada y empató el partido más improbable, y cuando lo empató, Messi apareció en primer plano, se rio, con una risa nerviosa, la risa de los que no lo pueden creer, de los que sienten que el mundo entero se les resbala de las manos.

Pero Messi es Messi, y en el segundo tiempo extra puso todo en orden con otro gol, y festejó como quien estrena coraje, sin imaginar que Mbappé otra vez empataría el destino, el 3-3.

Y entonces, los penaltis, que al final le dieron la sufrida gloria a Argentina. Que diga Messi cómo se siente eso de pasar de la seguridad a la incertidumbre, de la confianza al miedo. Y después, a la euforia, a los cantos, a los festejos sin pausa, y todo un país, y otros países, diciendo a coros que gracias a Messi, y Messi diciendo a gritos lo que todos los argentinos llevaban atorado hace 36 años: “¡La concha de tu madre, somos campeones del mundo”.

Cuando por fin todo terminó, Messi recibió en la cancha a su familia, sus hijos le dieron el abrazo que valió por todos los goles que ha hecho, por todos sus partidos maravillosos, por todo su esfuerzo. La Copa ya no era esquiva, ya no se podía negar. Era suya por derecho, y por eso él la miraba como la miraba: con la mirada convencida. “Se hizo desear, pero acá llegó”, dijo Messi.

Desde hoy, Messi es más Messi. Era lo que le faltaba, este Mundial de ensueño en el que todo le salió bien: hizo 7 goles, quedó segundo en la tabla de goleadores detrás de Mbappé, fue el mejor jugador de la final y de todo el Mundial de Catar, superó a Gabriel Batistuta como máximo goleador de la historia de Argentina en los mundiales, 13, superó al alemán Lothar Matthäus como el futbolista con más partidos en una Copa del Mundo, 26; ayer lo felicito Neymar, lo celebró Pelé, y seguro que Maradona sonreía desde algún lugar y quizá también jugó a su lado, para vigilar que todo saliera bien para su heredero.

Esta victoria de Messi no es solo suya, ni siquiera es solo argentina, es, a lo mejor, la victoria más universal de todas. Una victoria que muchos celebran en diferentes idiomas. Y eso que a Messi no todos lo han disfrutado igual, algunos le han reclamado con vehemencia, le pedían más liderazgo, que hiciera con Argentina algo parecido a lo que hacía con el Barcelona, y cuando no, había divorcios momentáneos, y luego las reconciliaciones.

Antes de Catar, cuando Messi ya había ganado la Copa América, empezó a gestarse ese sentimiento Messianico: eso de que todos o casi todos jugaban con él, para él, por él, y él lo hacía todo para felicidad de todos: Messi, un sustantivo colectivo.

A Catar, Messi llegó decidido, eso se podía ver en sus gestos de la cancha a sus 35 años, y en sus gestos fuera de ella: cuando le dijo a un rival de Países Bajos el ‘¿qué miras, bobo?’, fue como una reivindicación, la de un Messi rebelde, desafiante, un Messi que destellaba inusual furia en una mirada que no parecía suya, pero lo era, para que nadie más dudara de él, de lo que era capaz de hacer con tal de ganar esta Copa del Mundo. Messi ya la ganó, ya es suya, y si a solas la mira otra vez y se pregunta “¿quién soy ahora?”, la respuesta la tiene enfrente.

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