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Historias del Cosmos: Oppenheimer, entre la espada y la pared

“Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.  Esta impactante frase era pronunciada por el físico teórico Robert Oppenheimer después del exitoso ensayo de la primera bomba atómica, en julio de 1945, durante el Proyecto Manhattan.

Aquella mañana, en la que Oppenheimer, director científico de proyecto de investigación liderado por Estados Unidos para crear la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial, recordaba una cita del texto sagrado hindú Bhagavad Gita, cambiaría el curso de la historia.

Las pálidas arenas del desierto de Jornada del Muerto, en Nuevo México, eran testigo de la prueba denominada Trinity, una detonación equivalente a 20.000 toneladas de TNT, comparable a la energía liberada por unos 42.000 sismos de magnitud 5. y con una onda de choque que se sintió a 160 kilómetros de distancia.

El Proyecto Manhattan era una iniciativa altamente secreta y de alto riesgo que había germinado en 1942, a raíz de la creciente preocupación de que los nazis alemanes estuvieran desarrollando armas nucleares, y en donde participaron más de 100.000 personas.

Entre ellas, Oppenheimer, un científico muy respetado y con amplia experiencia en la investigación nuclear, había sido escogido para asumir el liderazgo y fue quien se encargó de reclutar a un selecto grupo de destacados físicos teóricos, amigos y colegas, algunos de los cuales habían ganado o ganarían el Premio Nobel de Física.

Se dice que sin Oppenheimer la Segunda Guerra Mundial habría terminado sin el uso de armas nucleares.

Fue él quien seleccionó Los Álamos, en Nuevo México, como el sitio principal para el diseño y la construcción de las bombas atómicas. Su equipo científico de élite trabajó arduamente para desarrollar dos tipos de bombas: una basada en la fisión nuclear del uranio 235 y otra basada en la fisión nuclear del plutonio 239.

La prueba Trinity demostró la efectividad de las bombas atómicas y proporcionó a los Estados Unidos la confianza para utilizarlas en combate. Pasaron alrededor de tres semanas antes de que las bombas atómicas fueron lanzadas sobre Japón. La bomba Little Boy fue lanzada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, y tres días después, el 9 de agosto de 1945, la bomba Fat Man fue lanzada sobre Nagasaki.

Oppenheimer había alcanzado la cúspide de su fama y, a la vez, de su infamia. La muerte de decenas de miles de personas tuvo repercusiones humanitarias, éticas y morales profundas que han dejado una huella imborrable en la historia y en la conciencia mundial.

Oppenheimer se enfrentó a dilemas éticos y cuestionamientos sobre su propio papel en la creación de esta arma devastadora.

En conversaciones con sus colegas, encontraban consuelo con la perspectiva de que, como científicos, no eran responsables de las decisiones sobre el uso del arma que tenían entre manos, y que su tarea era simplemente hacer su trabajo. La responsabilidad, si existía, recaería en manos de los políticos.

Los acontecimientos posteriores pusieron a prueba la confianza de Oppenheimer en esta posición. En su rol en la Comisión de Energía Atómica durante la posguerra, abogó en contra del desarrollo de más armas, incluyendo la bomba de hidrógeno, acciones que resultaron en una investigación del gobierno de Estados Unidos en 1954, que decidió retirar su autorización de seguridad, marcando el fin de su participación en el diseño y asesoramiento de políticas.

Se convirtió en defensor del control de armas nucleares y trabajó incansablemente para evitar una carrera armamentista nuclear descontrolada. Su compromiso con la paz y el desarme fue reconocido con el otorgamiento del Premio Fermi en 1963.

A pesar de su partida en 1967, el legado de Oppenheimer sigue vivo en la física moderna y en el debate sobre el papel de la ciencia en la sociedad. Fue un hombre que desveló los misterios del átomo, pero también fue un ser humano que se enfrentó a sus propios demonios y se cuestionó su papel en el mundo.

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