Fernando Botero: la triunfal exuberancia
Aunque haya quienes han intentado minimizar los innumerables logros de Fernando Botero, la verdad es que ha sido el artista que más frecuentemente ha logrado representar el talento colombiano en las más altas esferas de la creatividad visual internacional. Su obra se ha mostrado en los más selectos recintos del arte y de la historia y sus logros plásticos han sido reconocidos por los más renombrados comentaristas y publicaciones, todo lo cual tiene origen en su innegable talento, su férrea disciplina, su agudeza visual y su capacidad de expresión pictórica y tridimensional.
La ciudad de Medellín donde nació en 1932 marcó su carácter y le proporcionó experiencias indelebles que constituyen la esencia de gran parte su producción. Se inició artísticamente en 1951 como acuarelista siguiendo una arraigada tradición antioqueña, y representando escenas con cierto acento costumbrista, como pescadores en las playas de Tolú y entierros de aldeanos.
En 1952 viajó a Europa donde se internó en los museos para aprender del arte del pasado, no sólo los secretos de la técnica, sino los fundamentos esenciales de la expresión artística. Su interés en la historia del arte lo condujo a Italia, donde su ojo alerta le permitió comenzar a analizar, palmo a palmo, el arte de los grandes maestros, tarea en que no ha cejado, y razón por la cual conoce ampliamente los más recónditos secretos de sus técnicas y cuenta con una insuperable tabla de valores para medir sus propios aciertos.
En ese rico legado que representa al arte del Renacimiento su atención se concentró en las obras de artistas como Masaccio y Piero della Francesca las cuales destacan por el sentido del volumen y la solidez y presencia de las figuras, y también, en el trasfondo geométrico de obras como las de Paolo Ucello y Andrea Mantegna. Su interés en dichos atributos se hizo manifiesto casi de inmediato en su trabajo, como se pudo comprobar en los lienzos que presentó en Bogotá a su regreso en 1955, los cuales abordaban tres temas principales: caballos que recordaban las batallas de Uccello; paisajes urbanos en los que eran evidentes las consideraciones geométricas; y retratos de personajes que revelaban cierta calidad escultórica dada su consistencia maciza.
Prosiguiendo en su búsqueda de un estilo propio y posiblemente aconsejado por su amigo el maestro Ignacio Gómez Jaramillo, viajó en 1956 a México donde conoció el trabajo de los muralistas quienes habían implantado una pintura de propensión social y de temática nacionalista, lo cual le reafirmó acerca de la importancia de las raíces culturales en la producción artística, así como en la certidumbre de que América Latina es un continente asombroso y poético digno de ser interpretado plásticamente. Y de ese momento en adelante una buena proporción de su trabajo constituye una combinación fascinante de talante renacentista e idiosincrasia latinoamericana, y de quattrocento y siglo XX, puesto que, aunque es patente una intención de clasicismo, también es cierto que se trata de una obra que sólo hubiera podido surgir en esa centuria en la cual la transformación pictórica de la naturaleza fue entusiastamente bienvenida y la libertad de los artistas se convirtió en dogma.
Al año siguiente se dirigió a Estados Unidos donde pudo comprobar la influencia del muralismo mexicano en la gran escala de las pinturas del expresionismo abstracto que por esa época era el movimiento moderno más influyente a nivel internacional. Pero Botero nunca sucumbió ante la influencia del abstraccionismo. Su trabajo se mantuvo siempre dentro de los parámetros de la figuración, “aunque me miraban como a un leproso”, y pese a que su objetivo objetivo no era representar fielmente el mundo visible sino más bien de alterar la realidad, de deformarla con el ánimo de revelar a través de los énfasis y las hipérboles, sus apreciaciones y pensamientos.
En 1957 presentó una exposición en Washington donde apareció por primera vez otra de las pautas que habrían de definir las características de su lenguaje: el contrapunto de escalas que se hizo evidente en la pintura Bodegón de 1956, en la cual, el hueco de sonido demasiado pequeño de una mandolina le otorgaba, en comparación, una dimensión gigante al cuerpo del instrumento. Esta discordancia lo alertó acerca de las virtudes de la desproporción, no siendo extraño que repitiera ese recurso en otra obra de ese mismo año titulada La Lección de Guitarra en la que presentaba, además de varios objetos, una niña de figura bastante rolliza.
Esta última obra fue realizada con pinceladas claramente visibles lo cual es característico del comienzo de su obra madura, período en el cual es posible identificar sus movimientos en la aplicación de los pigmentos. Este rasgo que, para un buen número de críticos les aporta un valor relevante a sus representaciones, ha dado pie también a que su trabajo haya sido calificado en ocasiones como “expresionista”, un término bastante utilizado para referirse a la figuración no realista de todas las épocas, pero que no implica que su obra se pueda inscribir en un determinado movimiento.
De ese momento en adelante el contrapunto de escalas entre las figuras y los detalles ha sido una táctica bastante frecuente a lo largo de su producción, en la cual ha planteado un mundo exuberante y sensual donde no sólo las figuras sino los objetos, las frutas, los animales e inclusive el paisaje, gozan de una escala monumental, rebosante, aunque verosímil. Es decir, a pesar de su enormidad, sus escenas constituyen representaciones de momentos, situaciones y personajes verídicos o que, dadas las circunstancias del mundo y de la historia, podrían serlo; documentos fantasiosos que, no obstante, permiten vislumbrar verdades sociales, políticas, o simplemente humanas que ensanchan el contenido básicamente artístico de sus obras.
La ausencia o reducción de las sombras a pequeños indicios oscuros colabora con la categórica presencia de sus formas, como colabora la acertada representación de diferentes texturas, aunque sus lienzos sean por regla general de una tersura homogénea y fluida. El color en sus pinturas ha variado de manera constante lo que es indicio de una permanente investigación: en algunos períodos ha sido suave y matizado por el blanco, mientras que en otros períodos la utilización de ese color ha disminuido abriendo paso a tonalidades más definidas y saturadas. En otros períodos sus colores han sido bastante más intensos, sus rojos más rotundos, sus azules más fuertes, sus verdes más graves, y en otras ocasiones su paleta se ha ensombrecido y un fondo bastante umbrío, que ha llegado a ser de un negro parejo, ha remplazado la luminosidad que generalmente define sus espacios interiores.
Botero, sin embargo, no ha sido un artista interesado en la evolución de su lenguaje sino en la reafirmación de sus valores. Hay, desde luego, diferencias entre sus pinturas de épocas distintas e inclusive entre trabajos de un mismo período. Pero los cambios en su estilo parecen obedecer más bien a sus estados de ánimo que a propósitos de ruptura ya que, como lo ha expresado el mismo artista “las cosas del subconsciente entran en la obra de una manera completamente natural”. Sea como fuere, es claro que en lugar de unirse al coro de los innovadores planteamientos que han determinado el desarrollo de los movimientos vanguardistas, Botero se ha dedicado más bien a
profundizar en sus convicciones acerca del arte como comunicación de una particular visión, en su intención de conducir el volumen a una exaltación sin precedentes, y en las metas de prestancia estética y expresiva que se planteó cuando tomó la determinación de ser artista.
En la mayoría de sus trabajos los personajes irradian una expresión neutral y ostentan rostros seductores que a pesar de su gordura los hace bonachones y atractivos. Son obras, sin embargo, que, precisamente por la corpulencia de sus protagonistas, llevan implícita cierta crítica, no agresiva, sino agridulce, entre ácida y cariñosa, especialmente cuando se trata de personajes latinoamericanos a través de los cuales enjuicia a las instituciones que representan. Tal es el caso de La Familia Presidencial, de las diversas representaciones del Presidente de la República y de La Primera Dama, de los Cardenales y las Monjas, de las Familias Antioqueñas y Los Músicos, y en general de las gentes que cruzan por los andenes de los pueblos ornamentados con la bandera colombiana.
Pero así como Colombia y toda América Latina ha sido la principal fuente de sugerencias para su obra, no menos importantes han sido algunos personajes de la historia del arte que Botero a re-representando haciendo gala de su profundo conocimiento de los estilos y las técnicas de los pintores que los retrataron originalmente: Los Arnolfini según Van Eyck; Bautista Sforza y Federico de Montefeltro según Piero della Francesca; Rubens y La señora de Rubens; María Antonieta según Vigée Lebrun; Luis XIV según Rigaud; y Alof de Vignauncourt según Caravaggio.
También ha ejecutado un conjunto de dibujos basados en obras de Durero y una serie de Ángeles y Arcángeles inspirados en el arte colonial suramericano, y ha representado El Estudio de Vermeer. Entre los personajes históricos también figura, La Princesa Margarita según Velázquez, artista cuyo Niño de Vallecas, al igual que la Mona Lisa de Leonardo se contaron entre las representaciones históricas de su primer período, aquel equívocamente calificado como expresionista.
Resulta por demás sorprendente que un artista como Botero, convencido de que el arte debe en primer lugar producir placer estético y que ha guiado su obra por ese derrotero la mayor parte de su vida, hubiera decidido confrontar en las últimas décadas temas tan poco deleitables como el narcotráfico, la guerrilla, y los paramilitares que durante largos años azotaron la vida del país. Pero, según el artista, “llegó el momento en que sentí la obligación moral de dejar un testimonio sobre un momento irracional de nuestra historia”, y lo hizo en pinturas donde personas secuestradas, madres desconsoladas e individuos mutilados compiten con machetes, cuchillos y ráfagas de balas gordas, como protagonistas de la serie La Violencia en Colombia. Estas obras fueron donadas al Museo Nacional pues en palabras de Botero, que encierran profundas enseñanzas para otros artistas del país, “es inmoral enriquecerse con el sufrimiento humano”.
Tampoco son especialmente placenteras sus denuncias y protestas contra los abusos y torturas cometidos por el ejército norteamericano contra los prisioneros iraquíes en 2003, en la prisión de Abu Ghraib, en las cuales la amargura, la angustia y la impiedad son plasmados sin atenuantes. La sangre salpica muchas de estas representaciones en las cuales el dolor y la degradación humillante están claramente dirigidos a horrorizar al observador, y a concientizarlo acerca de la insensatez humana.
Pero en general las pinturas de Botero, incluidas aquellas imbuías por el sentimiento y la tristeza como las de su hijo Pedrito, muerto a los cuatro años en un accidente, son sosegadas y serenas,
invitando a la contemplación más que al lamento o la reprobación, al gozo visual más que a la desazón; y lo mismo puede afirmarse de sus acuarelas, las cuales remiten a sus inicios artísticos a pesar de haber ganado en tamaño; y lo mismo es comprobable en sus carboncillos y sanguinas, donde el trazo es a veces fuerte y rotundo y a veces delicado y sutil, pero donde siempre se puede comprobar su precisión en la definición de los contornos invariablemente redondeados, al igual que su hábil manejo de la línea, a veces simple y sin aditamentos pero otras veces acompañada por sombras que colaboran en la concreción visual de sus ideas.
Ante esta versatilidad tan evidente no fue del todo sorprendente la aparición, en los años ochenta, de sus esculturas pues el énfasis en el volumen y en la sensualidad permitían presagiar que, en algún momento, sus personajes saltarían al espacio, que se harían acariciables, que su velado, y a veces no tan encubierto, erotismo se haría táctil, y que no obstante sus amplias dimensiones, lograrían compartir ámbitos y recodos, parques y avenidas, con el observador,
Y Botero logró henchir sus personajes bidimensionales y dotarlos con la misma robustez, y la misma voluptuosidad tridimensionalmente, lo cual representa un gran logro si se tienen en cuenta las diferencias entre una y otra técnica. Su escultura, no sólo es de “bulto redondo”, lo que implica consideraciones de peso y de masa, sino que, sea en bronce o en mármol, es monocroma.
Se ha citado regularmente a Rubens como un antecedente de sus pinturas sin tener en cuenta que su obra se dio en un período en el cual la corpulencia femenina era estéticamente deseable y seductora, y sin considerar que, en la obra de Botero, el volumen es llevado voluntariamente a una exageración en la cual lo irreal se conjuga con lo probable. Y también se han citado las obras de Aristide Maillol y a Gastòn Lachaise como precursoras de sus esculturas por la serenidad clásica de sus respectivas producciones, sin tener en cuenta que la dignidad de las figuras boterianas se da dentro de un contexto de humor combinado con una crítica simultáneamente voluptuosa y cáustica.
Ni la pintura ni la escultura de Botero tienen realmente antecedentes cercanos, y comprobar cómo sus enormes bronces se acoplaban con espacios tan diversos como los Campos Elíseos de París, o como Park Avenue en Nueva York sin perder un ápice de monumentalidad ni convertirse en decoraciones urbanas, constituyó una demostración de los alcances globales de su trabajo, refrendada recientemente por su exposición en Beijing.
Para Botero el arte ha sido más una pasión y una necesidad que una vocación. Con frecuencia ha trabajado en series, (La corrida, el Circo, la Pasión) pero son muchas más las obras independientes que ha realizado, y no obstante la irrevocable fidelidad con su propio estilo, Botero confronta cada modalidad artística y cada obra con una autonomía creativa que lo faculta para realizar alusiones inesperadas y composiciones improbables.
Finalmente, no se puede hablar de Botero y de Colombia sin mencionar su generosidad con el país. Las donaciones de su obra al Museo de Antioquia y al Banco de la República son realmente gestos de gran desprendimiento, no sólo teniendo en cuenta el alto valor económico de sus trabajos, sino su exitosa singularidad en la historia del arte moderno. Más significativa aún, sin embargo, es su donación de arte internacional, con piezas de varios autores de su colección particular, pues permite apreciar obras consideradas como maestras a partir de finales del siglo XIX, trabajos de artistas tan reputados como Corot, Monet y Renoir, como Picasso, Leger y Matisse y como Rauschemberg, de Kooning , Lam y Matta, con las cuales ha enriquecido
considerablemente el patrimonio artístico del país ubicándolo entre los lugares que es necesario visitar para una revisión exhaustiva de los logros del modernismo. Gracias a esta invaluable donación, Colombia figura entre los pocos países latinoamericanos donde se pueden apreciar trabajos de primera línea de la historia del arte, con el aditamento de que fueron seleccionados por un conocedor como pocos de los atributos de cada uno.
Igualmente generosa fue su creación del Premio Botero para los artistas jóvenes el cual, como era predecible, no resultó exitoso, puesto que fue difícil conciliar por un lado la voluntad, clasicista, esteticista, y creativa pictóricamente de Botero, y por otro, el ánimo experimental de las nuevas generaciones menos interesadas en la representación y más proclives a nuevas modalidades expresivas, las cuales han sido calificadas por el artista como “una farsa”. De hecho, quienes en la actualidad cuestionan el trabajo del maestro, lo hacen precisamente por su favorecimiento de los valores modernistas y desde las trincheras del arte contemporáneo, dirigido más directamente al intelecto y a provocar reacciones pertinentes al mundo y a la vida actual, que a causar admiración, o a suscitar reacciones a través de los sentidos. También parte de la crítica erudita ha encontrado su trabajo demasiado popular, pero el artista desdeña esos pronunciamientos respaldado por un público inmenso en los cinco continentes que encuentran su obra exquisita y afirmativa de los valores humanos.
Botero en conclusión ha sido una figura de proyecciones inmensas en la historia del arte colombiano y latinoamericano y lo sigue siendo en esta época en la cual la voz del crítico y del especialista ya no cuentan en comparación con la del coleccionista y el dealer. El dinero se ha convertido en la nueva métrica de calidad artística, y también en este campo su trabajo alcanza récords diariamente. Su obra es reconocida en todos los rincones del planeta, en gran parte debido a que su destreza, conocimientos y capacidad para concebir ideas y proyectos, al igual que su ironía, su humor o sus recriminaciones, es decir, su contenido, es comprendido en todas las culturas sin necesidad de las largas explicaciones que por lo general acompañan al arte contemporáneo.
Algunos aspectos de sus obras pueden divertir y otros conmover, pero miradas sin prejuicios de moda, de tendencia o de estilo, es difícil desconocer su logro en la celebración de la vida a través de la sensualidad y la imaginación, su fértil inventiva, su sabiduría pictórica, su consideración del volumen como vía de expresión poderosa y efectiva , y la presencia memorable de sus personajes, todo lo cual se cuenta entre las razones de su justa consideración como uno de los aportes más notables de América Latina a la historia del arte de estos tiempos. Su trabajo se halla encaminado a la difícil meta de integrarse a una antigua tradición que sólo puede ser continuada mediante la excelencia.