Jue. Nov 21st, 2024

La cineasta colombiana de 90 años que no se ha cansado de contar el país

Marta Rodríguez ha perdido la movilidad. Se le escucha nostálgica cuando lo menciona. Permanece sentada, sin poder caminar, porque su cadera ya no la puede sostener; le duele, y debe desplazarse en una silla de ruedas; mientras tanto su cabeza no se detiene, le surgen ideas, imagina planos, escribe guiones, sueña películas. Lleva 57 años haciendo cine y una limitación física no ha sido suficiente para que deje de ponerse detrás de una cámara.

 

Vuelve la nostalgia: extraña viajar, la acción, el trabajo de campo. Atrás quedaron esas épocas de echarse una mochila y una cámara al hombro para recorrer este país y sus desgracias. Esa época en la que plantó un cambio en la historia del documental, escribió en imágenes las luchas sociales y políticas de cientos de desvalidos, y denunció las atrocidades en su contra. Esa lucha está plasmada en sus diarios de viaje, que han sido documentos de consulta por años y que están a punto de convertirse en su próxima producción –si el FDC los favorece con un estímulo para hacer Diarios de una documentalista: la historia de Marta Rodríguez-.

Le pregunto si me escucha bien: “divinamente”, contesta con acento bogotano –que dicen es neutro pero que al escucharlo con atención se siente cantadito-. Desde que murió Jorge Silva, su gran amor y el codirector de la mayoría de sus documentales, Marta ha estado rodeada de jóvenes ávidos de conocer su carrera, acompañarla en sus proyectos y aprender de la maestra. Ese día está Gabrielita, de unos veintitantos años, que participa como asistente para la entrevista. La cineasta está cómodamente sentada en un sillón, con un chal azul sobre las piernas y un centenar de libros en los anaqueles atestados de una biblioteca al fondo. “Listo”, dice Gabrielita.

Documentales de Marta Rodríguez

¡A mí no me doblega nadie!: la retrospectiva de su obra en la Cinemateca de Bogotá.

Foto: 

Cinemateca de Bogotá

Empezamos por el homenaje: la Cinemateca de Bogotá y la Fundación Cine Documental realizan hasta finales de octubre una retrospectiva de su obra fílmica –titulada ¡A mí no me doblega nadie!- a la par de una exposición, Filmando la resistencia, en la Sala E de la Cinemateca, que incluye material inédito de la cineasta encontrado en su archivo personal. “Ha sido muy hermoso que reconozcan una obra de más de 50 años. Ahora en diciembre cumplo 90 años y la mitad de mi vida la he dedicado a dejar una memoria de Colombia”.

La frase suena ostentosa, pero es más que cierta. La filmografía de Marta Rodríguez atraviesa el dolor y la tragedia de este país, es el testimonio audiovisual de los abusos contra las mujeres, la explotación infantil, los asesinatos sistemáticos de los líderes indígenas, las condiciones laborales infrahumanas, la corrupción de los políticos, el exterminio y el desplazamiento de las comunidades más pobres, así como el registro de los destellos de esperanza que la música y el arte proponen por encima de la sangre y la muerte.

La lista de sus películas es larga. Con ellas se hizo un nombre como pionera colombiana de un género que se ha abierto espacio a codazos en un universo liderado los grandes estudios. Sus producciones Chircales (1966-1971), Planas, testimonio de un etnocidio (1972), Campesinos (1973 – 1975 ), La voz de los sobrevivientes (1980), Nuestra Voz de Tierra, Memoria y Futuro (1974-1982), Nacer De Nuevo (1986 – 1987), Amor, Mujeres y Flores (1984 – 1989), Memoria viva (1992-1993), Amapola, la flor maldita (1994-1998) Los hijos del trueno (1994-1998), La hoja sagrada (2001), Nunca más (1999-2001), Una casa sola se vence (2003-2004), Soraya, amor no es olvido (2005-2006), Testigos de un etnocidio, memorias de resistencia (2004-2010), No hay dolor ajeno (2012), La toma del milenio (2015), La Sinfónica de los Andes (2018) y Camilo Torres, el amor eficaz (2022)… Todas tienen una larga historia detrás, años de filmación y sacrificios personales.

Documentalista colombiana Marta Rodríguez

Marta Rodríguez cumplirá 90 años el próximo primero de diciembre.

Foto: 

Alexis Lozano Tafur / Cinemateca de Bogotá

-¿Hay una película a la que le tenga un afecto especial?
-Tal vez Chircales, porque me dio a conocer y hoy la consideran un clásico. Por ella recibí la Paloma de oro en Alemania –que es el mayor premio en el mundo al documental-. Yo la quiero mucho.

-¿Y usted mantiene el contacto con los protagonistas de sus documentales, con la familia de ‘Chircales’, por ejemplo?
-Tengo mucho contacto con la familia Castañeda, protagonistas de Chircales. Es que a ellos les cambió la vida: cuando los conocí eran muy muy pobres, les tocaba una vida miserable, y después de la película la vida les cambió. Hubo una toma de conciencia de que no tenían prestaciones a las que ellos tenían derechos. Hoy esa familia tiene su casa propia, porque antes vivían en un cambuche miserable, los hijos estudian, uno de ellos hizo medicina. Las películas transforman el universo que uno está testimoniando.

A los Castañeda, Marta los conoció a través del padre Camilo Torres, una figura prominente en su vida y su carrera. En 1959, cuando ella regresó al país después de vivir en España durante un tiempo, se cruzó con el sacerdote en la recién inaugurada facultad de Sociología en la universidad Nacional. Allí Marta empalmó los estudios que empezó en Madrid, en la Escuela León XII, y por encomienda de Torres dedicó sus fines de semana a alfabetizar en Tunjuelito, a los niños que eran obligados a trabajar fabricando ladrillos en los chircales.

Marta fue la menor de cinco hermanos y fue criada solo por su mamá, que enviudó a los pocos días de su nacimiento. Ese encuentro con la pobreza en el sur de Bogotá, abrió su mente sobre lo que quería hacer el resto de sus días. Sin embargo, no tenía las herramientas suficientes, así que en su necesidad de comerse el mundo, viajó a París donde tomó clases de cine etnográfico con el maestro Jean Rouch en el Museo del Hombre. Esa es la razón por la cual el Cinema Verité (cine realidad) sería su mayor influencia. Tres años más tarde, Marta regresó a Colombia, en 1966, un momento clave que significó el arranque del que sería su documental cumbre, Chircales: un poema visual en blanco y negro de la tragedia de familias enteras esclavizadas por terratenientes para producir artesanalmente ladrillos. Sin horarios ni días de descanso, con las manos ampolladas por los azadones y las carretillas, Alfredo, María y sus 12 hijos subsisten de esta actividad.

Ese mismo año marcó el comienzo de su relación con Jorge Silva, su otra mitad sentimental y cinematográfica.

El amor de la vida

La vigencia de Marta Rodríguez radica en tres principios: su capacidad de adaptación, su constancia para cumplir metas de forma casi obsesiva, y el rodearse de personas incondicionales y talentosas. Empezando por su marido Jorge Silva, su interlocutor, su amante, su cómplice. No pasa un día en que no lamente que su compañero de vida se haya ido tan pronto. “Por fortuna siempre he estado muy rodeada de gente que me ayuda. Acá está Gabrielita, que es una pelada, muy joven, y con ella Felipe Colmenares y Fernando Restrepo (otros cineastas que la apoyan en su fundación), que lleva conmigo 30 años”, cuenta.

A Jorge Silva se lo cruzó cuando dirigía el cineclub de la Alianza Francesa en Bogotá y buscaba un fotógrafo para empezar a filmar Chircales. De una profunda sensibilidad, orígenes humildes y una tremenda técnica para capturar la realidad, Jorge se convirtió en su sombra. La pareja se enamoró en medio de los barrizales de los suburbios de Tunjuelito denunciando las pésimas condiciones de las familias que trabajaban allí.

Los 60, una época de cambios en todos los niveles de la sociedad, no era un momento fácil para ser mujer cineasta. “Fue muy difícil. Pero lo más duro fue enfrentar a mi familia. Mi madre, que era una maestra de escuela de Santander, era muy conservadora. Cuando le dije que iba a estudiar cine me dijo: ‘llame un abogado y la desheredo porque usted está loca’. Con los años, la invité a ver Chircales en la Cinemateca y cambió tanto de opinión que hasta me dio un cheque para financiar lo que faltaba de la película”.

Documentales de Marta Rodríguez

‘Chircales’ es el documental más famoso de Marta Rodríguez.

Foto: 

Cinemateca de Bogotá

Marta fue de las pioneras en asistir a una universidad en este país. Las aulas de sociología y antropología fueron escenarios para materializar sus ideales académicos. “El mundo cambiaba, y yo era de las pocas que empezamos en la Nacional”, recuerda.

Junto a Silva formó una familia de la que nació Lucas, a quien el cine le corría por las venas. Aunque acompañó a su mamá en varias de sus producciones, en el lugar que ocupó su padre por años haciendo cámara, lo suyo era la investigación musical fusionada con el audiovisual. “Su vocación es la música y las culturas afro. Él se fue a San Basilio de Palenque a hacer un estudio sobre la champeta y vivió en París, donde también desarrolló con sus amigos una investigación de las músicas africanas”, cuenta Marta sobre su hijo que es el fundador del sello musical Palenque Records.

La pareja Silva – Rodríguez ganó notoriedad, obtuvo premios, recorrió los festivales más importantes del mundo y se adentró en realidades en contra de los prejuicios y a expensas de su propia seguridad.

Basta con recordar Planas, testimonio de un etnocidio, en el que viajaron al corazón de los Llanos Orientales para documentar las masacres y torturas a las que fueron sometidos los indígenas guahíbos, al parecer, por miembros del propio Ejército; o La voz de los sobrevivientes para el que durante casi tres años documentaron el exterminio de líderes indígenas en el Cauca en su intento por recuperar sus tierras, y que se convirtió en una voz de denuncia ante Amnistía Internacional.

Documentales de Marta Rodríguez

‘Campesinos’ (1975).

Foto: 

Cinemateca de Bogotá

El 28 de enero de 1987 es una fecha que Marta Rodríguez jamás olvidará. Desde hacía tiempo que Jorge venía padeciendo una úlcera, de la que se desprendió una enfermedad que le ocasionó la muerte de forma súbita ese día. Tenía 46 años.
Con el alma destrozada, un niño pequeño y en la mitad de uno de sus trabajos –Amor, mujeres y flores, sobre las trabajadoras que morían envenenadas por los pesticidas en los cultivos de flores de la Sabana-, Marta se mantuvo. La historia de los dos había empezado a escribirse en los anales del cine colombiano y como pioneros del documental antropológico en Latinoamérica. Sus producciones son la Colombia viva a través de movimientos agrarios, sindicales, estudiantiles, las comunidades indígenas y las culturas afrocolombianas desde mediados de los 60.

Los ‘mieditos’

Bachiller del colegio María Auxiliadora, la documentalista primero quiso ser filósofa. Pero no se le dio y acabó siendo socióloga, antropóloga y cineasta. Su paso por Tunjuelito y la Nacional no solamente la cruzaron con Camilo Torres y el cine, sino que fueron claves en otra de sus grandes vocaciones: la docencia.

En los 90, la cineasta alternó las filmaciones con los talleres de transmisión de tecnologías que auspició la Unesco en zonas rurales del país y que luego se extendió a comunidades indígenas en México, Bolivia y Brasil. Hoy, con la Fundación Cine Documental, mantiene la transmisión de sus conocimientos con los jóvenes que la rodean.

“Tengo a mi lado un equipo de gente que ha asumido correr riesgos”, cuenta. Y es que han sido muchos los momentos de tensión que Marta Rodríguez ha vivido por cuenta del conflicto en este país. “Vivimos durante seis años en Urabá, en plena época del desplazamiento y las masacres. Nos amenazaron, nos tocó pasar mieditos, muchos mieditos. No es fácil medírsele a un país tan violento como este”.

-¿Esa de Urabá fue, tal vez, de las épocas más difíciles de su carrera?
-Sí, fue muy complejo, porque Urabá vivía los días de la violencia más cruda. Fernando Restrepo trabajaba conmigo (documentando las realidades de las comunidades afro desplazadas y azotadas por todos los agentes del conflicto armado). Lo secuestraron durante un día y medio. No supimos de él, pero intervinieron varias personas y logramos que lo devolvieran. Meterse en el corazón del conflicto no es fácil.

-¿Ha habido algo que la haga desistir de su trabajo?
-No, nada. Ahora tengo problemas de movilidad y ya no puedo viajar. Pero me quedan mis diarios de campo… es que el cine ha sido mi vocación hasta el presente. La nostalgia vuelve otra vez, pero no dura mucho.

Documentales de Marta Rodríguez

‘La sinfónica de los Andes’, de 2018.

Foto: 

Cinemateca de Bogotá

-La mujer ha sido un motor importante de su cine…
-Sin duda. Las lideresas, las trabajadoras en sus comunidades, las indígenas con sus cantos y trabajos… cada una ha sido una fuente de enriquecimiento y conocimiento extraordinarios.

El cariño

A Marta Rodríguez la quiere mucha gente (otra, muy poca, no tanto). Ella se queda con el cariño de los indígenas, los afros, los estudiantes, sus colegas de la industria, los desvalidos de las clases populares, los cinéfilos… los homenajes y los reconocimientos son muestra de su importancia en la historia de Colombia, y de Colombia en el mundo.

Sus días van entre el cine, la lectura y la música. “A mí me encanta, sobre todo la que hacen los franceses: Marie-Juliette Gréco y Johnny Hallyday, que considerado el precursor del rock and roll en Francia”.

Con sus pupilos se entiende en todos los idiomas del arte. Con Gabrielita, por ejemplo, no solo conecta a través del cine, sino con la lectura y la música. “Con ella hablamos de músicos franceses, porque también le gustan”.

Documentalista colombiana Marta Rodríguez

Marta Rodríguez durante el rodaje de una de sus producciones.

Foto: 

Jorge Silva

-¿Se arrepiente de algo?
-No. Me gustaría eso sí volver a ser joven, moverme como antes, pero es la ley de la vida, ya tengo 90 años, estoy llegando a una edad en la que mucha gente se retira. Es normal.

-¿Y usted ha pensado en retirarse?
-Pues eso se dará con el tiempo… cuando ya esté viejita, viejita (suelta la carcajada, mientras señala a Gabrielita, que también se burla). Vea como se ríe la sinvergüenza esta. La verdad, por ahora no.

Por fortuna es así, porque a pesar de estar atada a una silla, Marta Rodríguez se siente vital. Basta con escucharla hablar del cine: vibra, sus ojos brillan, las manos vuelan.

-¿Cómo espera que la gente la recuerde?
Yo no me siento cansada, pero la ley de la vida hace que todo se deteriore, es la ley biológica, envejeces. Mi obra es una gran satisfacción y la entrega que he tenido es grande. Pasé sustos, pero ha valido la pena.

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