Sáb. Mar 16th, 2024

Hace 40 años Estocolmo bailó a ritmo de cumbia y vallenato en el Nobel.

Cuando al amanecer del jueves 21 de octubre de 1982, supimos que la Academia Sueca le había concedido a García Márquez el Premio Nobel de literatura, el colombiano era acaso el escritor más famoso del mundo. Y el “realismo mágico” acaso la corriente literaria más rica y vital en el ámbito de la creación literaria de cualquier idioma en ese momento. Y ‘Cien Años de Soledad’ la novela más poética y reveladora que se hubiera escrito jamás sobre el Caribe y la América Latina. (…).

En ese momento, al amanecer de ese día solo habían ganado el Nobel de literatura en esta parte del mundo, la poeta chilena Gabriela Mistral en 1945, el novelista guatemalteco Miguel Ángel Asturias en 1967, y el poeta chileno Pablo Neruda en 1971. Solo 3 en ochenta años de vida del aprestigiado galardón. Es decir, los suecos, y los europeos en forma más general, solo habían vuelto los ojos hacia nosotros en 3 oportunidades en casi un siglo. (…).

Y en Colombia, entre tanto, la dicha y la felicidad eran inmensas. De la gente, de los colombianos que lo leían y lo querían con tanta devoción y fidelidad. Colombianos de todas las edades, de todas las condiciones, de todas partes del país. En los colegios y en las universidades. En las ciudades pequeñas y en las grandes. En las oficinas, en las fábricas, en las calles. Todos a una, felices, como si nos hubiéramos ganado el campeonato mundial de fútbol o el Tour de Francia (que ganaríamos 37 años más tarde, dicho sea de paso).

El escritor de Aracataca era, además, un héroe de la gente, un ídolo popular, como decir entonces el futbolista Willington Ortiz o el médico milagroso José Gregorio Hernández. Esa es la verdad.

Fue un momento de intensa felicidad para el país. En medio de tantas luchas y dificultades, cuando ya se alzaba en nuestro horizonte el horror del narcotráfico y su violencia angustiante, Colombia le daba al mundo el Nobel de literatura de ese año.

García Márquez había sido capaz de crear, con un cromatismo de inconmensurable belleza y precisión, el rostro y las manos de los hombres y mujeres de todo un continente. Era, en opinión de muchos entendidos, el escritor más célebre del mundo, como ya se dijo. Y en opinión de muchos otros, de muchísimos, el colombiano más prominente de toda nuestra historia.

Veremos también cómo se fraguó el viaje a Estocolmo. Cómo Gloria Triana, Aura Lucía Mera y Consuelo Araújo Noguera, concibieron y ejecutaron el proyecto. Un viaje desmesurado y delirante, propio de un capítulo de Cien Años de Soledad. Que cambió para siempre, por lo demás, y tal como lo dijeron los propios suecos, la historia de ese tipo de celebraciones en aquella fría capital europea. Y que le reveló al “viejo continente” el candor, la pasión y la fuerza de la gente de nuestra tierra.

¿Qué pasó allá? ¿Quiénes fueron? ¿Qué hicieron? ¿Qué dijeron? ¿Cantaban? ¿Bailaban? ¿No se morían de frío en aquel invierno boreal? Ya hace 40 años de eso. Cómo resonaban el vallenato y la cumbia del Pacífico y los tambores y las guacharacas en la nieve, tan cerca a los carámbanos, en medio del viento del invierno, bajo las alas de la noche que cubrían casi todas las horas del día.

Empecemos, entonces. Ya se oye a lo lejos a Totó La Momposina cantando Aguacero’e mayo, ya se oye una cumbia triste y dulce de Leonor, La Negra Grande de Colombia. Ya nos llaman. Ya ha empezado a elevarse por el aire de las cinco de la tarde, “el aire de los escarabajos y las dalias”, Remedios la Bella, y nos contempla a todos desde las nubes de los recuerdos. Ya la magia de Macondo y su gente empieza otra vez a abrir sus flores amarillas. Es hora de empezar a recordar.

Ahora los veo, a los músicos y bailarines, entre la nieve, en medio de las agujas filosas del invierno. Aguantando frío con tal de celebrar el Premio Nobel, de celebrar a Colombia, de hacer que las letras de nuestro nombre llegaran con la música y los cuerpos flexibles de los bailarines, hasta lo hondo del corazón frío de los suecos. Mejor dicho, para que se supiera, para que quedara claro que estábamos dichosos porque nos tomábamos muy en serio este premio. Éramos un país con muchas heridas y con mucho llanto guardado, que ahora se reía y bailaba y cantaba porque estaba hondamente conmovido. Y era necesario que los europeos y el mundo entero lo vieran así. (…).

Ahora los veo por las calles de la Ciudad Histórica, o en las plazas, o en los parques, nuestra piel que por primera vez sentía las yemas heladas de los dedos de la nieve. Nuestra piel tibia y dulce de la costa y del mar.

Nunca, ni un segundo, Gloria Triana y ‘La Cacica’ se separaron de ellos. Eran las mamás de ellos. Tenían que estar seguras de que esa legión de artistas jóvenes, iban a estar seguros y bien. A salvo no solo del frío sino de la nostalgia. Que puede llegar a golpear tan duro.

Hemos hecho el elogio de la amistad en las páginas anteriores, claro que sí, el elogio de los hilos delicados y finos que tejen una amistad durante años y años. Pero estos compañeros de viaje, estos músicos y bailarines eran los que tenían un peso, una responsabilidad sobre las espaldas. Aparte del escritor laureado, se entiende.
Eran ellos a los que el mundo iba a mirar. Eran ellos los que tenía que vibrar, que volar, que cantar, que llenar de risa y de luz el aire helado de esa ciudad. Esos sesenta niños, esos muchachos, esas mujeres –pienso ahora en la bailarina Martha Miranda, sentada en la silla contigua en el avión, durante veinte horas, de quien ya estábamos enamorados todos–, eran ellos, digo, fueron ellos los que hicieron que la palabra Colombia se quedara como una flor en la memoria de la gente. (…).

Visto de lejos, a 40 años de distancia, puede parecer ser un viejo retrato en sepia, muy remoto, que ya se puede dejar en un álbum o dentro de un cajón. Pero en ese momento, ¡no! Como puede desprenderse de los párrafos anteriores, había tensión, había disparidades, y había la mala leche bogotana que hemos podido advertir en varios de los documentos reproducidos en estas páginas.

Estaban los que decían que íbamos a hacer el ridículo, los temerosos, tal vez acomplejados. Aura Lucía, Gloria y Consuelo se estaban jugando su prestigio, sus carreras, su vida en ese viaje. En hacerlo como ellas sabían que debía hacerse. Con toda la fuerza, con todas las lágrimas y las risas, con toda la anchura y la generosidad de un pueblo verdadero y hondo. Representado, en esta circunstancia histórica, por tres mujeres verdaderas y hondas como las que más. (…).

Es grato ver cómo en los textos de Álvaro Castaño y Álvaro Mutis que leímos atrás –y, de hecho, en todos lo que leeremos–, los elogios y la admiración por los cantantes y bailarines es inmenso. Reconocen la gran belleza, la importancia y el logro internacional que se consiguió, gracias a esas tres mujeres. Tres hombres no hubieran sentido así el viaje y el momento histórico, no hubieran procedido así, con esa determinación y esa certidumbre. Estoy casi seguro. Hay algo de la profunda naturaleza femenina, que hizo que el viaje fuera lo que fue, que Colombia mostrara su alma y su vitalidad de la manera en que lo hizo. La fuerza telúrica, la ternura y la poesía de lo femenino. (…).

Yo recuerdo el instante. Desde abajo, desde el lobby, lo vimos con mi padre bajar por la enorme escalera seguido por todo el cortejo de amigos. Lo recuerdo muy grave, muy serio, acaso Plinio tenga razón y estaba pensando en el pasado más remoto de su gente, de su linaje guajiro. Bella escena. Como dije antes, tal vez de Luccino Visconti. O ya en este punto, de Federico Fellini. (…).

Aquí quedan pues todas las voces de Estocolmo. O algunas entre las más queridas. Los electrones de Colombia, sus pestañas, las yemas de sus dedos tibios y amorosos. Allá tan lejos. Con tanta oscuridad, con tanto frío. Allá estuvimos. Hace muchos años, 40, que parecen un siglo. El tiempo se distorsiona ya. Como dijo el poeta:

“I can only say, there we have been: but/ I cannot say where/ And I cannot say, how long, for that is/ to place it in time”.

La última noche, después de que García Márquez y casi todo el mundo se había ido, pasamos con mi padre al Grand Hotel a despedirnos de Mutis y Carmen. Nos sentamos en el comedor principal del hotel, pero no cenamos. Estábamos rendidos. Muy cansados. Ocho días hipnóticos. Pedimos algo de beber, solamente. Conversábamos, con afecto, con fatiga. De repente, Mutis, que tenía el pulso tan alterado siempre, volteó sobre el mantel blanco la copa de vino tinto que se estaba tomado. El vino quedó allí, derramado, oscurísimo sobre el blanco de la tela. La sensación de desastre nos cubrió a todos.

El rostro de Mutis fue de total desesperanza.

Se había acabado el paseo, el viaje de la felicidad por el amigo al que le habían dado el premio Nobel. Se había terminado el viaje. Era la hora de regresar.
¡Qué tristeza tan grande!

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